VIAJAMOS CON EL KAPUSCINSKY ESPAÑOL AL LUGAR MÁS FELIZ DEL MUNDO
EL VIAJERO | “El lugar más feliz del mundo” es un viaje que David Jiménez ha realizado durante 15 años a los confines de la condición humana. Desde la montaña del amor de Java, donde miles de personas se acuestan con extraños creyendo que les traerá suerte, al pueblo prostíbulo de Camboya que vendió a sus niñas a los pederastas para salir adelante. De sus experiencias y periodismo nos habla el corresponsal en Asia del periódico El Mundo. El que algunos califican como el “Kapuscinsky español”.
-Para mucha gente que lea el título y no te conozca puede creer que “El lugar más feliz del mundo” es un libro de autoayuda o que habla de Bután, pero nada que ver…
El título es sarcástico y hace referencia a la forma en la que la propaganda de Corea del Norte describe el país a sus ciudadanos. El dictador les mantiene aislados del mundo, no les permite salir de la inmensa cárcel en la que ha convertido ese lugar y después les dice: “No os preocupéis, lo que hay fuera es mucho peor. Vivís en el paraíso”. Así que el título es sarcástico, pero no contiene humor porque la realidad de los norcoreanos es dramática. Un dictador megalómano que desarrolla bombas nucleares mientras su gente muere de hambre y que envía a miles de personas a gulags por cometer el “delito” de pensar diferente. A veces recupero recuerdos de mis viajes a Corea del Norte y parecen irreales.
-¿Cómo lo definirías?
El libro reúne historias sobre personajes y lugares fascinantes con los que un viajero no se encontraría. Es un viaje de 15 años a través de los confines de la condición humana, a sus extremos. Desde la montaña del amor de Java, donde miles de personas se acuestan con extraños en la creencia de que les traerá suerte, al pueblo prostíbulo de Camboya que decidió vender a sus niñas a los pederastas para salir adelante. Desde la belleza de lugares como Cachemira a la fealdad de las grandes ciudades chinas surgidas tras su emergencia como gran potencia. Hay héroes anónimos que dignifican las situaciones más tristes y villanos que te hacen perder la esperanza en la naturaleza humana. Es, por encima de todo, un libro del periodismo en el que creo y que temo ha entrado en decadencia.
-En un momento en el que el periodismo parece estar en horas bajas, tú llevas 15 años viviendo y contando historias por toda Asia. ¿es posible seguir haciéndolo?
Los medios cada vez apuestan menos por el reporterismo clásico, la esencia del periodismo. El mejor reporterismo cuesta tiempo y dinero. Se necesita profesionales con experiencia y habilidad. Estamos en una época en la que importa más la cantidad y la rapidez. Yo he tenido la inmensa fortuna de que mi periódico me ha permitido hacer el periodismo en el que creía durante 15 años. Me dieron los medios, el tiempo y el apoyo para hacerlo. Pero me temo que serán muy pocos los que tengan esa oportunidad en el futuro, especialmente si ejercen en España. En nuestro país se ha perdido el respeto al periodismo y, con ello, a los lectores, oyentes y espectadores que todavía lo buscan.
-¿Y cómo llegaste tú a ser corresponsal en Asia de un periódico de tirada nacional como el Mundo?
Era el final de los años 90 y la prensa escrita estaba en mitad de un boom. Se ganaba mucho dinero en los periódicos. Un día, harto del trabajo de la redacción, entré en el despacho del director y le dije que el único lugar donde no tenía corresponsal era en el Extremo Oriente. Me ofrecí para ocupar ese puesto y le pareció bien. Fue un acierto inconsciente: no sabía hasta qué punto Asia iba a ser un yacimiento de historias y grandes coberturas como el que descubrí. Fue la mejor decisión profesional de mi vida.
-¿Da vértigo que te califiquen como el Kapuscinsky español?
Es una amable exageración. El reporterismo literario de los libros de Kapuscinsky ha sido una inspiración. Creo que, si estuviera vivo, lamentaría la forma en la que tantos medios están abandonando el periodismo de reportajes, que es la esencia del oficio.
-Durante muchos años has cubierto todo tipo de conflictos y desastres naturales en Asia. ¿Cuál te ha marcado más?
Los tsunamis del 2004 y 2011 fueron muy duros, porque viajé a lugares que había visto llenos de vida y que de repente estaban desolados. En algunas ciudades no había un solo edificio en pie. Las historias de pérdida eran muy duras. Pero no dejaban de ser accidentes de la naturaleza, errores del destino que un periodista no podía explicar. Cubrir la guerra me desmoraliza más porque somos nosotros mismos los que provocamos el desastre, el dolor y la desesperación. Te muestra un lado de la condición humana que habría preferido no descubrir. Por encima de todo, la guerra te recuerda lo poco que hemos cambiado una vez nos quitan los envoltorios y los convencionalismos. Nuestro lado oscuro sigue ahí, intacto.
-De todos los conflictos que has vivido o revivido con tus reportajes, ¿hay alguno que sea difícil de comprender para la mentalidad de Occidente, a nuestra afición por etiquetar entre buenos y malos?
Cada país, cada lugar e historia, tiene sus complicaciones. Uno de los problemas del periodismo es la simplificación. Se llega a un conflicto con la idea de quienes son los buenos y quienes los malos. Pero si el reportero hace su trabajo, dejando atrás ideologías y afinidades, normalmente descubre que todo es mucho más complicado de lo que parece. En el libro hablo de esa sensación de que las personas somos bruma, nunca del todo oscuridad o claridad. Creo que una de las claves para que el periodista se acerque lo más posible a la verdad es que admita su ignorancia en primer lugar. Cuando escribes de un país que no es el tuyo, de un conflicto al que acabas de aterrizar, debes asumir que lo tienes todo por aprender. Las verdades absolutas no existen, ni en la vida ni en el periodismo.
-¿Has sentido alguna vez miedo o, incluso, has temido realmente por tu vida?
En mi primer libro, Hijos del Monzón, describo el conflicto de Timor Oriental en 1999 como el momento en que más cerca estuve de perder la vida. Era el único extranjero en un pueblo de la frontera, el lugar donde me hospedaba había sido rodeada por milicianos armados con machetes y su intención era degollarme. Si los soldados que me sacaron de allí hubieran llegado dos minutos más tarde, no tengo duda de que lo habrían hecho. Hubo otros momentos de riesgo, en Afganistán, Cachemira o Fukushima. Pero es bueno recordar que tus malos momentos pasan y que, tras unos días, vuelves a la seguridad de tu casa. La gente que dejas atrás tiene que seguir conviviendo con ese miedo, que para ellos es mucho más real. No puedes coger un avión y escapar de él.
-En tu libro hay momentos emotivos como cuando un veterano estadounidense entona el “¿cómo pudimos? ¿cómo pudimos?” en Hiroshima. ¿Tan difícil es diferenciar a los buenos de los malos, volvemos a utilizar esta dicotomía, en mitad de la guerra?
La historia suele ser escrita por los ganadores, que por supuesto se presentan como los buenos. En los conflictos en los que yo he estado nunca hubo una separación clara entre buenos y malos. Lo que había era intereses, ambiciones, un desmoronamiento de la estructura moral que nos aleja de lo peor de nosotros mismos y mucha impunidad. En mitad del caos de la guerra, quienes participan saben que no importa lo que hagan, será difícil que nadie pueda hacerles pagar por ello. La guerra muestra los extremos de la condición humana: lo bueno y lo malo. Pero a menudo, ambos están en la misma persona. Son las circunstancias lo que hacen que surja uno u otro lado. Hiroshima es un ejemplo claro de lo difícil que es hacer una división. Los japoneses habían cometido atrocidades, algunas cercanas al genocidio. ¿Justifica eso lanzar una bomba nuclear sobre una población civil, que no había participado en ellas? ¿Sirvió la bomba para evitar más muertes, acortando la II Guerra Mundial? ¿O fue un acto de geopolítica calculado en el que EEUU quiso frenar el avance soviético y asentar sus ganancias? Es difícil encontrar respuestas. Por eso fue allí y me limité a contar el lado humano del ataque nuclear. Entrevisté a los supervivientes. Relaté como fue aquel día. Qué había pasado desde entonces. Y dejé que fueran los lectores los que decidieran.
-En 15 años de periodismo en Asia, ¿hay alguna historia que te falte por contar?
Miles. Asia es inmensa, un universo. Solo China es 15 veces más grande que España. He contado una pequeña parte del continente y sus gentes. No pretendo conocerlo: cuanto más lo recorro, más me embarga la sensación de lo mucho que me queda por aprender. Podría vivir 30 vidas como corresponsal en Asia y no haber contado más que una mínima parte de su realidad.
-Gracias a tu libro sabemos que China no te permite el acceso a su país. ¿Hasta tal punto llega la censura?
Hace dos años viajé al Tíbet para contar la represión de vive su población. La respuesta de Pekín a mis informaciones fue vetarme la entrada. Me entristece que una quinta parte de la población viva bajo la censura, sometida al pensamiento único y bajo un régimen que no respeta a sus ciudadanos como personas. Mi veto es insignificante comparado con el sufrimiento de los periodistas que están en la cárcel en ese país por contar la verdad. Pero la dictadura china terminará cayendo. Como todas. Cuanto antes ocurra, mejor para el admirable pueblo chino.
-En tu libro haces referencia al lugar más feliz del mundo, que es como Corea del Norte se describe en su propaganda. ¿Cuál es para ti ese país más feliz del mundo?
No creo que el lugar más feliz del mundo pueda situarse en un mapa. Suele encontrarse en un viaje interior que te lleva a ese punto en el que estás satisfecho contigo mismo y con lo que tienes. Pero sí es cierto que todos tenemos esos lugares donde nos resulta más fácil llegar a ese estado. Yo soy de carácter solitario y mis lugares preferidos suelen serlo también. Pero claro, con la masificación del turismo, cada vez es más difícil encontrar sitios así. Digamos que sigo buscando mi lugar más feliz.
-¿Te sientes más cómodo con este tipo de reportajes literarios o con la novela?
El reporterismo literario me resulta más fácil porque se acerca a lo que he hecho durante los últimos 20 años en prensa. Pero también me gusta la ficción como medio para contar la realidad. No distingo tanto entre ficción y no ficción en la literatura. Utilizo ambas para curiosear en la condición humana, tratar de entender sus luces y sus sombras. Todos mis libros, ensayo o novela, están inspirados en mis propias experiencias.
-Para cuándo otra novela cómo la que pudimos leer en “El botones de Kabul”?
Me gustaría que mi próximo libro fuera otra novela. Tengo algunas ideas, solo me falta el tiempo para ponerme a escribirla. Escribir es una tortura placentera que en mi caso requiere de una abstracción, un aislamiento personal, difícil de compaginar con mi trabajo como corresponsal y que además perjudica mi relación con todo lo que me rodea, incluido la gente que me importa. Necesito recuperarme del parto de mi último “hijo” antes de pensar si tendré otro.
-De todos los países que has visitado y conocido, ¿cuál es el que más te atrae?
Cada uno tiene sus cosas. No sabría decidirme por uno. Tailandia, donde vivo, es de mis favoritos. Indonesia, Birmania o Camboya son también muy especiales. Los lugares son un poco como las personas: te enamoras de ellos y a veces no sabes por qué. Simplemente, hay una química especial que te atraer hacia ellos. Desde que llegas al aeropuerto, te sientes a gusto. Los echas de menos incluso antes de haberlos dejado.
-Pero vivir en Asia tiene que ser muy diferente a visitarlo como turista. ¿Qué es lo que mejor y peor de su día a día?
Me atrae su diversidad, su vida callejera, su caos ordenado, la entereza de sus gentes y su empeño en mejorar. Me disgusta que ese progreso se haya llevado parte de su esencia, la destrucción de su medio ambiente y la creación de ciudades invivibles, en algunos casos todo cemento. Me gusta su idea de trabajar por el bien colectivo y detesto la manera en la que la desigualdad está enraizada en algunas de sus sociedades hasta haberla hecho aceptable. Ninguna región ha progresado más en la historia de la humanidad, pero es un avance que tiene sus defectos y que en adelante sufrirá tropiezos importantes.
-Por último, ¿recomiéndanos qué país asiático visitar antes de que sea demasiado tarde y las hordas de turistas lo tomen?
Me temo que es demasiado tarde para buscar Shangri La. Todo lo que estaba perdido, ha sido encontrado. Lo que era virgen, invadido. Los paraísos estropeados con tiendas de recuerdos. Algo queda, para el que está dispuesto a aventuras extremas. Pero cada vez requiere un esfuerzo mayor aislarse. Me permitirás que me guarde el secreto de los pocos lugares que todavía no han sido invadidos o permanecen auténticos. Si los desvelara, ¿no estaría contribuyendo a que dejaran de serlo?